Mariano López Seoane
Unisex and the City
Leonor Fini declaró una vez que toda pintura es pintura erótica. Unisex refrenda esta afirmación categórica, y la radicaliza. O sea, digamos: sin dejar de moverse en las aguas cálidas del erotismo, Agustina Leal se adentra en los flashes hirvientes del porno. Cabe recordar el modo en que Fini argumentaba su provocación: “Incluso el Beato Angélico me parece erótico porque el erotismo no depende del tema para nada. Puede estar en la forma en la que está dibujada una manga, un pie, una sombra; la manera de poner un color al lado del otro”. Las pinturas de Leal siguen esta receta al pie de la letra. El tema, es verdad, no escapa a los clichés del erotismo mainstream (torsos femeninos, panties, lingerie) pero su temperatura no depende tanto de ese recorte como del modo en que se consuma: hay algo en los ángulos del zoom, en los contrastes cromáticos y en la figuración descarnada y hasta violenta, sin atenuantes, que atrae, imanta, sacude; en suma: calienta. Estas obras replican así el tipo de magnetismo que según Marx caracteriza a toda mercancía, y que recurriendo al estudio de las religiones, y no al prejuicio moral, llamó fetichismo. Si la mercancía es nuestro fetiche, es evidente que encontró en vidrieras y otros dispositivos sus certeros templos urbanos. Templos abiertos a la calle, para ser frecuentados y adorados al paso. Del mismo modo, la espectadora de Unisex hace pasarela mientras posa su mirada golosa sobre estos petit fours al óleo, remedando la experiencia de quienes circulan por ese mundo de escaparates y displays, que no solo, y no siempre, se dedican al consumo, sino antes bien, y en la mayoría de los casos, a una perversión tolerada: el placer escópico, también conocido como voyeurismo. En efecto, caminar por las calles, observar los objetos separados de nosotras por cristales duros, con la ñata contra el vidrio, objetos que nunca podremos adquirir, se acerca mucho más al vicio del voyeur que al mandato capitalista, moralmente superior, de la compra.
Atorranta, la Leal se entregó a esta experiencia con dedicación en los años previos a esta muestra. Fue así voyeur, paseante, hedonista, curiosa, poeta y etnógrafa. Devino, en suma, flâneur. La afinidad entre el pintor moderno y el flâneur ha sido establecida hace largos años, cuando Baudelaire anudó la contemporaneidad de la pintura a su capacidad de capturar el pulso de la vida urbana. Lo hemos visto hasta el cansancio, desde el siglo XIX hasta acá: calles, coches, multitudes, cafés, cabarets y otras manifestaciones de la ciudad moderna ocupando el centro del cuadro una y otra vez. Figurados, eso sí, de acuerdo con las preferencias estéticas de cada hora. Agustina Leal se inscribe en esta larga tradición que presumiblemente comienza con Constantin Guys – si no antes – proponiendo una geolocalización identificable pero difusa: Latinoamérica, las grandes ciudades de Latinoamérica, ciertos barrios de esas ciudades, barrios periféricos, en los que se despliega desprejuiciada la copia seriada y al por mayor. Se reconocen así en sus pinturas escenas que hemos visto en Sao Paulo, en Ciudad de México, en Buenos Aires, pero también en el Santee Alley de Los Angeles; testimonios situados del cruce entre la producción en masa del capitalismo global y la tradición del mercado popular latinoamericano, que no solo es precapitalista sino también precolonial.
Leal ha frecuentado durante años esas escenas abigarradas y estridentes, movida por la curiosidad y la fascinación, perdida entre el enjambre de personas y la multitud de mercancías. La serie que nos presenta marca un stop a esa deriva, y un llamado al orden. De ese universo complejo y fascinante ofrece un recorte, un detalle, ejerciendo su soberanía como artista. Unisex escoge mostrar las vidrieras de esos barrios, arrimadas a la estética y a la tónica del sex-shop. Y dentro de ellas, sus mercancías estrella. Corpiños. Breteles. Bombachas. Musculosas. Sedosas panties. Excitada, Leal descubre en cada uno de estos objetos una estrategia de seducción. Como si, harta de las humanas, se regodeara en el sex-appeal de las cosas, en el atractivo magnético de sus superficies, de sus volúmenes y de sus brillos, que su pintura revela para sus espectadoras. Esto es especialmente claro en su tratamiento de los maniquíes. Por medio de los tonos que escoge, los contrastes que crea y la brutalidad de ciertos trazos, Leal aleja a estas figuras de su mísera realidad para hacerse eco de su presencia en la historia del arte y la literatura, pero también en las capas más profundas, arquetípicas, de nuestro inconsciente Una primera referencia, insoslayable, es ese hito pop titulado precisamente Mannequin. El film de 1987, protagonizado por Kim Cattrall, traducía al naciente lenguaje del videoclip fantasías de larga data sobre nuestra inveterada pasión por las muñecas. Contando la historia de una maniquí que cobra vida por obra del deseo flamígero del protagonista, Mannequin sintonizaba con una década entregada al consumismo y al cultivo del look, literalizando la noción de Marx de que en el capitalismo las mercancías cobran vida. El film constituye en cierto sentido una remake de “Pinocho”, pero también del cuento de E.T.A. Hoffman “El hombre de arena”, que pone el foco en la ansiedad atávica que producen las reproducciones artificiales del cuerpo humano. Freud haría zoom en el autómata de ese cuento para desarrollar su concepción de lo siniestro, ese afecto que provocan un fenómeno u objeto terroríficos que a la vez nos son familiares.
Caprichosas, como querría Goya, las pinturas de Leal no disimulan el halo siniestro de estas figuras. Muchos de los maniquíes que presenta son en sí mismos monstruosos, o forman parte de escenas que perturban. Como si esto fuera poco, su presentación desnuda, sin adornos, no nos permite no ver lo que a veces pasamos por alto: su rutinario desmembramiento; el hecho de que estas figuras se nos presentan en las vidrieras amputadas, mancas, decapitadas. Imposible no oír aquí los gritos de los cuerpos reales que padecen violencias y agresiones varias (cuando no hogueras improvisadas) en las capitales que hemos mencionado. Este eco ominoso, brutal, es amplificado por los tonos oscuros, lo abrupto de los cortes en los cuerpos, la desolación que comunican sus posiciones.Pero Leal no nos permite radicarnos permanentemente en el espanto y en su denuncia. Ya hemos dicho que sus pinturas tienen lugar para los brillos encandiladores de las vidrieras, para las fintas insistentes, pero no por eso menos efectivas, de su seducción. Añadamos que también capturan, traviesas, uno de los fenómenos físicos que su uso mercantil no puede evitar: el reflejo. Ampliando su atención al mundo circundante, Leal interrumpe su disciplina representativa para dar cuenta también de aquello que las vidrieras espejan, y que se encuentra delante, frente o junto a los objetos retratados. Así, vemos cerca de unas medias un coche, o varios. Una esquina. Una serie de ventanas. Por medio del reflejo, las vidrieras se abren al mundo no mercantil que acaso incluya – la esperanza es lo último que se pierde – humanas dignas de atención. A decir verdad, no aparecen en cuadro, pero podemos adivinarlas como protagonistas de las escenas retratadas: de nuevo, como consumidoras, como curiosas, como voyeurs; en suma, como avatares de la artista. En efecto, es en esos pequeños resquicios de exterior, retazos de un mundo autónomo que palpita a la vera de la lógica mercantil, que la artista ofrece una pista de su propio proceso de producción; esto es, de su vida secreta no tan secreta como atorranta, etnógrafa y flâneur.
Unisex es la reciente muestra de esta artista. Las pinturas que componen la exhibición dan cuenta de una mirada comprometida con la lentitud y la oferta visual que exponen los locales comerciales de Brasil, México y Argentina, entre otros países.
Pareciera que nunca se fue, que siempre estuvo acá; escondida y muy atenta a las charlas sobre la pintura ingenua, las nuevas categorías para pensar el arte argentino y todo el murmullo de la escena porteña. Pero la verdad es otra: Agus Leal nos abandonó. Un poco seducida por lo desconocido, un poco agotada de lo mismo de siempre. Esa chica sexy de la performance necesitaba otra cosa, un nuevo plan de acción para pensar su obra y correrse un poco de sí misma. Unisex, su nueva muestra individual en la galería Sendros, presenta una serie de pinturas que evocan las vidrieras de diferentes ciudades que la artista habitó. Son el resultado de una fascinación por la belleza moribunda que condensan los objetos de consumo y su disposición en el espacio.
La pintura es un poco tirana: demanda tiempo, observación y una paciencia difícil de sostener en estos tiempos, sobre todo para los artistas contemporáneos. Además es muy diva, una de las grandes vedettes de la historia del arte que se rehúsa a perder el protagonismo. Pero para Agus Leal esto no significa un problema, sino más bien una instancia de conocimiento. Las pinturas que componen la muestra dan cuenta de una mirada comprometida con la lentitud y la oferta visual que exponen los locales comerciales de Brasil, México y Argentina, entre otros países.
Las obras de Leal nunca desbordan. No son un puñado de colores y formas que caen sobre uno como un maremoto. En todo caso se las podría pensar como los ojos de una medusa, una criatura que al devolver la mirada convierte algo frío en algo caliente o un pedazo de carne en piedra. Bombachas, corpiños, remeras y otras prendas de tinte erótico aparecen retratadas con la frialdad de quien observa con una misión: comprender el paisaje del consumo y los discursos que articulan las vidrieras, esos espacios acotados donde un fragmento de la vida privada se exhibe ante un público diverso.
Los maniquíes parecen fantasmas o testigos mudos de un crimen que nunca se va a resolver. Son golems inanimados que transformaron sus poses en un perpetuo malestar. También recuerdan mucho a las mujeres del cine moderno europeo: Monica Vitti, Anna Karina, Ingrid Berman y Catherine Deneuve. Cuerpos femeninos que representaron la fragmentación mental del individuo de los 60 mediante movimientos y gestos deformes, asociados a una representación del shock provocado por la Segunda Guerra Mundial. Los maniquíes de Leal son actrices que sufren, que esperan algo que nunca llega mientras se retuercen en silencio.
Las vidrieras son lugares para el diseño y la ubicación de productos en un espacio predispuesto a la promesa de ventas y felicidad, pero también son oportunidades para el abandono. Las obras remiten a la vitalidad moribunda de aquellos negocios que dejaron de lado la estética para simplemente agrupar cosas que se pueden comprar, sin importar si quedan lindas o no. Son juguetes dejados de lado en un bazar donde la gente mira con un poco de lástima o impotencia. En la muestra hay un sentido de vacío y despojo para aquello que alguna vez supo ser seductor.
Unisex es una exhibición que todo el tiempo invoca al cadaver del fetichismo. Más que una fascinación por el objeto y su carácter de mercancía sensual, se sugiere el aroma invisible que tienen los cadáveres inertes. Los colores, los motivos, la cosa kitsch, el juego entre el reflejo y lo reflejado. Todo eso es el maquillaje que oculta la densidad de las vidrieras y sus rituales, parecidos a los funerales con féretros abiertos.
Unisex, de Agus Leal se puede visitar en la galería Sendrós (Wenceslao Villafañe 584) de miércoles a viernes, de 14 a 18, hasta el 3 de agosto.