JAZMÍN KULLOCK

vergüenza

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Horarios
Miércoles a viernes de 14-18 hs

NICOLÁS CUELLO
El agujero interior
Septiembre 2023

Un artista del espejismo. Ése fue el modo en el que Germaine Derbecq, en el año 1961, sintetizó con una sofisticada y anticipatoria sensibilidad, un rasgo que acompañaría de alguna u otra forma la totalidad de la trayectoria de Jorge De la Vega. En el texto que prologaba aquella temprana exhibición en la Galería Lirolay, Derbecq refería a su pintura como parte de una dinastía conformada por aquellos artistas que hacían de la escucha interna, la condición de posibilidad para la creación de un lenguaje plástico capaz de traducir lo real de lo irreal. El espejo y la potencia reflexiva de su desdoblamiento, la liberación del espacio pictórico, la multiplicación absurda del rostro y la velocidad deformativa del contorno humano, tanto como la expresiva contracción material que supuso la incorporación de técnicas como el collage, servían a una intensa experimentación con la vida interior que se instituía eróticamente como la gran incógnita de ese proceso de informalización del yo que De la Vega llevó adelante con la afamada irrupción del grupo Nueva Figuración del que fue partícipe.

Mercedes Casanegra encuentra que esta voluntad irreductible por experimentar una nueva forma sensible de relación entre los seres humanos y su contexto, horizonte común de aquel grupo, aparece sintetizada en la conversación que De la Vega tiene con Hugo Parpagnoli en el año 1963, ante quien afirma: “Quiero que mi pintura sea natural, sin limitaciones ni fórmulas, improvisada como es la vida que crece por lados que yo no quiero y hace lo que le da la gana [...] Quiero que mi obra choque con el espectador con la misma intensidad con que chocan todas sus partes entre sí, por pequeñas que sean. Una ficha de nácar sobre una mancha. El número junto a una piedra. Una bestia de oropel. Una quimera de humo. Seres midiéndose con el vacío y un espejo para que se miren.” Un claro manifiesto de abandono ante la fuerza de la pintura, que caracterizaba la actitud fracturada ante el llamado autoritario de los significados rectos que Federico Manuel Peralta Ramos supo reconocer públicamente como parte de la inteligente y generosa vulnerabilidad de Jorge De la Vega y que éste mismo articularía como principio ético en su búsqueda por una transformación radical de los lenguajes formales del objeto artístico.

La materialización de una “visión quebrada” capaz de realizar el sueño de ver estallado el paradigma moderno, imagen surgida en el viaje en barco que compartió junto a Luis Felipe Noé con destino a París en 1962, en su caso estuvo asociada con una intensa desregulación de los modos tradicionales de vincularse pictóricamente con lo interior. La expresividad que había caracterizado su trabajo sobre la figura humana y sus ‘entornos’ ahora pegaba un ‘salto al vacío’, es decir, salía en búsqueda de un nuevo espacio al tridimensionalizar la intensidad afectiva de este nuevo vínculo material con la realidad de lo íntimo, fuera, sobre y desde el cuerpo de la pintura. En sus experiencias conocidas como Formas liberadas, originalmente hechas en el contexto parisino, pero también exhibidas en la Galeria Bonino en 1962, De la Vega destruía la pintura como ventana al mundo, torciendo la unidad de su existencia hacia una vibrante deformidad inorgánica: arrancaba con frenesí la tela del bastidor, la cortaba con furia y luego de quebrar la estructura de madera que lo tensaba, envolvía sus restos de acentos pictóricos. Una acción rupturista que, Marcelo Pacheco y la misma Mercedes Casanegra reconocen como condición de posibilidad de Bestiario, la aclamada serie de pinturas que desarrolla entre los años 1963 y 1966, donde esa pregunta sentimental por el espacio y el cuerpo dentro de la pintura, se traduce en una investigación sobre la ausencia y la acumulación, sobre el vacío y la repetición, y en particular, sobre la materialidad mutante del yo a partir de la liberación de animales quiméricos y seres de humanidad suspendida, de rasgos monstruosos e infantiles, que transforman la superficie pictórica en un plano de imaginación utópica, en tanto un no-lugar desde el cual ensayar modos inéditos de relacionarse con la interioridad, con lo íntimo, con eso que sucede adentro.

Una de las obras más representativas de esa serie titulada Intimidad de un tímido (1963) aparece como una referencia ineludible cuando Jazmín Kullock se anima a hablar de su pintura. Es que además de reconocer, con obvia rapidez, la influencia de Antonio Berni en la exagerada profundidad emocional de las miradas que caracterizan su obra, como la visceralidad caricaturesca de Marcia Schvartz para abordar la complejidad de sus autorretratos, o más recientemente la aproximación grotesca al realismo de Pablo Suárez como una forma de vincularse desde abajo con la producción cultural de significados que hacen a su entorno, a su cuerpo, como a los avatares de su reflejo, su vínculo con De la Vega guarda un lugar de profunda importancia en el imaginario de su producción artística. Podríamos arriesgarnos y encontrar esta continuidad siguiendo el rastro de aquellas formas abiertas por la velocidad gestual de sus pinceladas, por la utilización de telas engomadas para reforzar la fuerza expresiva de los pliegues en la construcción tridimensional tanto de los contornos como de las superficies de los cuerpos, o en la transformación de la pintura en un espacio ambivalente que hamaca la tensión acumulada por la concentración de material y la ligereza de espacios etéreos que desdibujan en su neutralidad todo tipo de referencia a un posible origen o ubicación.

Pero para Jazmin Kullock, la importancia de esta pintura, tanto en su joven trayectoria, como específicamente en Vergüenza, su segunda exhibición individual, se ubica en la conmoción directa que produce su título: Intimidad de un tímido. Una referencia que, si bien otros podrían considerar restrictiva o contraproducente en tanto encierra en un significante demasiado directo la pulsión errática de lo pictórico, tanto Kullock como De la Vega entendieron este gesto como el horizonte de posibilidad en donde se realiza verdaderamente el destino de la pintura, este es, la capacidad de crear un contacto intenso entre la emoción y el cuerpo.

De hecho, Kullock recuerda haber visitado en repetidas ocasiones el Museo Nacional de Bellas Artes sólo para encontrarse a solas con esta pintura y suspenderse en la conmoción que le ofrecía este reconocimiento comunicante entre gesto y palabra. Una forma de contacto pegajosa con la obra que la convierte en una presencia viva capaz de alterar la historia conflictiva entre inadecuación y pertenencia, creando desde una reciprocidad espectral, la reconfortante y misteriosa sensación de la pintura como un lugar. Una pedagogía sensible, basada en el golpe del afecto, que transformó su propia idea del arte, hoy definido por ella como una búsqueda por crear cercanía, o como me dejó escrito en un mensaje: “una búsqueda por hacer de la pintura un espejo directo”. Un deseo que desde el año 2019 literalmente cobra forma bajo el lenguaje del autorretrato, donde su vínculo con la autorreferencialidad agencia críticamente la sombra del narcisismo para elaborar desde ella una teoría de lo que puede existir en común. “Me expongo, para que otro se refleje”, insiste, “porque esa es la única garantía de que algo pase, de que algo se mueva”. Una paradoja excitante donde es capaz de transformar la distancia afectiva que podría suponer la repetición serial su propio rostro, en una energía irresistible que hace de su pintura un espacio asombroso de prolíficas identificaciones.

En La noche espesa (2021), su exhibición anterior, Malena Low refería a esta repetición de sí misma como una forma de parentesco siniestro, una autoficción en clave pesadillesca donde Jazmín Kullock nos encerraba en el resto de sí misma, vinculándonos a esa intimidad degradada que encontramos del otro lado de la agotadora tarea que significa la pertenencia al círculo asfixiante de una normalidad performativa, absurda y proporcionalmente corrompible que, de hecho, fracasamos en confundir con lo real. En aquella oportunidad, el conjunto de pinturas y piezas escultóricas presentadas dejaba en claro su inevitable deseo por retratar la condición humana desde el color de la carne al desnudo: escenas de una fragilidad humillante se intercalaban con otras de una vulnerabilidad antropofágica, la incomodidad cotidiana del cuerpo se veía interrumpida por la desproporción ridiculizante de sus rasgos torcidos, haciendo de la totalidad de esta propuesta, un laboratorio tanto patético como conmovedor, que revelaba desde el trabajo con su propia imágen la condición grotesca de toda forma de intimidad, ese espacio sagrado en el que sacamos a pasear la constitutiva pulsión antisocial que nos nombra.

Si bien esta condición vulnerable del cuerpo, podemos decir, es el interrogante estable que subyace extensivamente en la obra de Jazmín Kullock, en tanto una parte importante de sus búsquedas se interesan por la posibilidad de la materia como espacio de resonancia de las fuerzas que significan al mundo, en las pinturas y objetos que componen Vergüenza, ese posicionamiento ofensivo desde el cual supo reescribir el margen de lo subjetivo a partir de la sobreexposición voraz de sí misma, se desplaza y da lugar a una forma de contacto rezagada con la presencia intempestiva de lo otro. Una enunciación insegura y debilitada, que no asume el repertorio expresivo de la victimización, sino en su lugar, devela la complejidad de la vergüenza como emoción, ofreciendo a partir del estudio de sus diferentes modulaciones físicas, una invitación a reconocer la amplitud significante de gestos imprevistos que puede suscitar una vez que hace arder con su ambivalente inmediatez la superficie del cuerpo.

En ese sentido, Kullock no busca reponer ningún origen narrativo a la causa de lo vergonzante. No le interesa que atendamos o imaginemos el por qué de su aparición arrebatada. En su lugar, nos ofrece capturas de una reacción en curso, concentrando la fuerza de su pintura en todo aquello que la vergüenza, en tanto potencia expresiva, es capaz de hacerle decir al cuerpo desde su interior. Del otro lado de la razón y por fuera de la economía del motivo, Kullock privilegia, entonces, el estudio de la vergüenza como un modo de comprensión física de aquella sensación intensa que proviene cuando el yo se siente a sí mismo de manera inadecuada. Un sentimiento de negación donde el sujeto se pronuncia “en contra de sí mismo” una vez que experimenta, recuerda o alucina, alguna forma de fracaso ante la mirada de un otro que despierta su interés, su amor o su afecto.

La característica diferencial de esta negación afectiva, radica en la implicancia singular que supone ante la conciencia del cuerpo: cuando la vergüenza asume sus múltiples formas, una descarga electrificante recorre la piel, alternando pulsiones de deformación y reconstrucción, produciendo pliegues y deconstrucciones, sudor frío, pero también calor. Toda una serie de respuestas espásticas sobre las cuales Kullock siente atracción y trabaja explícitamente en sus pinturas y objetos, presentandonos versiones de sí misma en las que se captura envuelta en el deseo de ocultamiento, en plena torsión contracturada, a punto de darnos la espalda, hundida entre sus hombros o cayendo arremolinada en el agujero profundo de su propia desaprobación.

Las escenas que se presentan en esta exhibición presionan sobre esa contradicción desesperante que encierra la paradoja de la vergüenza, en la que tal como la describe Erik H. Erikson, “uno se vuelve visible, pero no está listo para ser visto”. Un tipo de exposición accidental que nos hace percibirnos desagradables, nos presenta desautorizados y nos imagina sin futuro ante los ojos de ese otro que nos importa, asediándonos simultáneamente por la sensación amenazante de irreversibilidad que supone el fracaso de no haber podido cubrir satisfactoriamente aquel secreto de nosotros mismos que nos vuelve otros y que no debía, bajo ninguna circunstancia, ser conocido, revelado o expuesto.

Esta intensidad sensorial que supone la vergüenza en tanto afecto, reconoce Sara Ahmed, no solo involucra la superficie de los cuerpos, sino también la relación de los sujetos consigo mismos, ‘el sentido de sí mismos como un yo’, o también, la posibilidad de reconocimiento de sí en el espacio interior. Es que para esta autora, al igual que para Eve K. Sedgwick, la vergüenza materializa una relación de profundidad ontológica, en tanto llega a sentirse como un asunto del ser, es decir, como una instancia constitutiva de la subjetividad donde se define cómo aparecemos ante los demás. De hecho, la vergüenza está asociada por ellas a la interrupción de un circuito de comunicación y reconocimiento mutuo, que resulta en la individualización del sujeto que ha sido dejado solo en la escena.

Es en la condición trágicamente universal de este hundimiento patético, de esta intemperie singularizante que supone la vergüenza en tanto estructura formativa del lazo social, donde Jazmín Kullock ofrece su pintura como un espacio de conmoción radical. Si su objetivo más grande, como ella misma afirma, es que la pintura “mueva algo”, y para que ese algo se mueva “la pintura tiene que ir hasta el fondo, quizás hasta el fondo del yo”, la vergüenza, entonces, aparece ante ella como una oportunidad irrepetible para ensayar conexiones intensas: un llamado a imaginar la posibilidad de algo en común desde lo más profundo de ese espacio negativo que puede ser la experiencia grotesca, fracasada y decepcionante de lo íntimo, una vez que no alcanzamos a cumplir el ideal proyectado sobre el deseo de amor.

Este espacio diferente que Jazmín Kullock crea voluntariamente con su cuerpo una vez que éste se repliega por efecto de la vergüenza, si bien aparece como un emplazamiento sin marcas, neutralizado por la frialdad de un azul ensombrecido sobre el que contrasta la calidez rosácea de su cuerpo ensayando la multiplicidad de articulaciones que supone la coreografía de la desaprobación, deja de concebir dicha interioridad como un no-lugar en el que discurre el malestar, para ofrecerla contrariamente, como una intimidad heterotópica. Un adentro conflictivo del cuerpo, que representa la siempre confusa geografía de lo privado como un emplazamiento real y efectivo que hace de esa misma experiencia fragilizante del rechazo, un lugar de encuentros incómodos, de alivios efímeros, pero también, de entendimiento sobre la potencia vinculante de las emociones adversas.

En este sentido, el trabajo de Jazmin Kullock en esta exhibición, lejos de alimentar las retóricas terapéuticas de la redención indolente, hace algo más con la vergüenza al permitirse abandonar su representación victimizada tanto como su tradicional efectividad disciplinante. No solo se atreve a observar de manera delicada la complejidad de cursar una vida cuando el sujeto se identifica con aquello por lo que ha sido repudiado, sino también incita a una escucha interna capaz de experimentar esa misma historia de desagrado y desaprobación que transforma al cuerpo en una materia inadecuada, como un espejo directo desde el cual afianzar formas de relacionalidad negativa e identificación antisocial, conectando en una intimidad silenciosa a un común quebrado, esa multitud inorgánica de vidas torpes, resentidas, tristes y tímidas que, a pesar de haberlo intentado, no pueden más que fracasar ante la rectitud de una mirada empañada por la promesa cruel de la normalidad, que lamentablemente se pierde la oportunidad de reconocer la experiencia irrepetible de su indómita belleza.

OBRAS

PRENSA

Por Euge Murillo

Página 12

27 de Octubre de 2023

EDICIÓN DIGITAL

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Lo íntimo, el pliegue y la deformidad se exploran en la obra de esta artista que viene trabajando el cuerpo propio y todos los espejismos que derraman el pudor y la humillación de salirse de la hegemonía.

“Cuando la vergüenza asume sus múltiples formas, una descarga electrificante recorre la piel, alternando pulsiones de deformación y reconstrucción, produciendo pliegues y deconstrucciones, sudor frío pero también calor” dice Nicolás Cuello en el texto curatorial de la obra “Vergüenza” de Jazmín Kullock. La artista de 28 años inauguró su segunda obra individual en la Galería Sendros en el barrio de La Boca. Allí expone una serie de autorretratos y desnudos, una combinación infalible para entrometerse y deambular en la complejidad de un sentimiento expulsivo.

“La exposición en sí puede ser muy cruel y la vergüenza tiene que ver con eso”, dice mientras recorre la sala, un espacio amplio donde cada autorretrato tiene su propia morada para poder desplegar los distintos estadíos de ese sentimiento. Hay entonces cuerpos deformes, caras escondidas, temblores en las manos y una infaltable mirada del otro representada por una ronda invertida de bufones en el centro de la sala que observan con la boca abierta y cuerpos de simios.

La artista comenzó haciendo retratos a otras personas, tal vez el camino más evidente para explorar un trabajo hiperrealista: “Empecé a ver conflictivo destapar a otras personas y por eso decidí usar mi imagen. Lo del cuerpo no hegemónico es algo que no podía ser de otra manera a la hora de hacer la obra” dice. El vínculo con la deformidad se sutura a través de la creación de un espacio íntimo, en donde muy lejos de buscar una mirada dolente frente a la normalidad, expurga belleza y conmoción.

En 2021 Jazmin Kullock expuso “La noche espesa” una obra más vertiginosa, en donde los cuerpos desnudos aparecían más expuestos, en “Vergüenza” asegura que “hay un estado post voracidad, en donde por ejemplo la genitalidad no está tan a la vista como en la obra anterior”.

Para los autorretratos que forman parte de la muestra no utilizó ni espejo ni fotos, fue a las representaciones de sí misma y a los recuerdos. En ese sentido la infancia fue uno de los destinos ineludibles para la búsqueda: “De chica era tímida y ahora no lo soy tanto, pero la infancia es el momento en el que más te encasillan, con la timidez y con otras cosas”.