Alejo Ponce de León
Enero 2022
De los ignudi a Blake la utilidad semántica del cuerpo se re-tecnifica: la admiración por el tendón heroico, que llegó incluso a traducirse en figuras planas que actuaban (hacían de cuenta que eran) cachos de arquitectura, le abrieron paso a un cuerpo matizado por alucinaciones exegéticas de la anatomía macroscópica y el planetarismo. Perseveró la contorsión -se profundizó, en realidad-, perseveraron los semblantes aterrorizados, las nucas anchas, los músculos como una forma de retórica exaltada y proclive al drama. Pero Blake anexa linfa, aorta, feto, cometa. En su folklore metafísico el “cerebro infinito” sufre, infinitamente, cuando debe estrecharse para entrar en un cráneo; el cuerpo ideal (¡Intenso! ¡Desnudo! Un fuego Humano), que levita sobre el Atlántico en medio de ruedas enormes de sangre, al volverse solo cuerpo se amarra a lo sólido del mundo.
Estas pasiones avanzan en sentido opuesto al simbolismo neoplatónico empleado para narrar dentro del Vaticano, porque son historias de caída y no de ascensión. En la caída –que es casi todo– el cuerpo ideal llega al mundo –que es una especie de abismo–. La caída lo condena a ser un cuerpo anímico, un cuerpo lingüístico y un cuerpo obra; la glicerina de la grasa, la modulación del habla, el formato que la letra adopta. En este abismo, la metamorfosis del cuerpo es circular, no es que alguna vez el cuerpo se va a transformar en otra cosa que no sea cuerpo.
Más acá, en Marcia Schvartz, por ejemplo, la caída se expresa así: el cuerpo anímico no podría ser más sólido, porque su imagen se funda de manera excluyente en lo sociomaterial (i.e. en las consecuencias de ciertas políticas de estado, en la acción de las benzodiazepinas, en el deslumbramiento que genera una persona amada, o una apenas conocida). Muchísimo más acá, en esta muestra de Ulises Mazzucca, se vuelve complejo el trabajo de percibir la coyuntura como algo sólido a través del cuerpo anímico. No es posible hacer un comentario social a partir de esta obra, porque la obra misma lo impide: el límite bizarro de sus contornos pareciera ser el límite también de su capacidad de socializar en el medio del arte. La caída, además, es literal: son los frescos de una cúpula que se derrumba. Como arte de sala abandonaron su forma social (la hoja rectangular que ocupaban en el museo de arte moderno de Buenos Aires) y se reconfiguraron de manera proteica. Sus aflicciones, al ser demasiado abstractas, no pueden tratarse con un cambio de régimen ni con un cambio de medicación. Un rectángulo tampoco les alcanza.
Su soledad romántica, sin embargo, es menos pretenciosa que la de Guillermo Kuitca, el último artista argentino en pensar la soledad, quien tuvo que abandonarla como tema -exclusivamente romántico- por cuestiones de incompatibilidad con la edad, la fama y el dinero. Mazzucca todavía es adolescente. Y no es la historia del arte sino la adolescencia la que nos permite acoplar a Miguel Ángel y al yo no pedí nacer, de Ricky Espinosa; pliega en nuestras lecturas, adolescentes, lo que Olga Orozco puede llegar a tener de Blake cuando le dedica poemas a su gata (Venías condensándote desde la encandilada transparencia/probándote otros cuerpos como fantasmas al revés). Laura Palmer, una adolescente violada por su padre, fue devorada por el mal más allá del tiempo y se vió a sí misma cayendo desde el espacio, sin sentir nada, hasta prenderse fuego como un asteroide. Los ángeles no la ayudaban porque se habían ido todos.
Si obras como esta no permiten que se las lea socialmente y precisen en cambio la ayuda de un rayo de luz, de los planetas y de la sangre, es porque esa soledad es una pasión del cuerpo previo a lo sólido: la caída en sí misma. No pueden ser un sistema de experiencia política, no pueden ser una mesa redonda, ni un simposio, ni una asamblea. Su soledad es, todavía, solo suya.
Inabordables como un barco a la deriva, un barco sin timón y en el delirio, las pinturas de Ulises Mazzucca contienen una tensión intrínseca, la del cuerpo presente de la obra y la de los cuerpos ausentes representados, cuerpos de estirpe cristiana, que ignoran como luciérnagas la magnitud de su potencia. ¿Qué puede un cuerpo?, se pregunta Baruch Spinoza, el pulidor de lentes judío expulsado de su comunidad por heterodoxo, y responde: puede casi todo. Casi todo pueden los cuerpos, y cada pieza de Mazzucca es un cuerpo maldito y bendito, recostado al margen de la indiferencia, contorsionado sobre una antigua infancia, la del procedimiento (y la de los materiales) de un artista joven lanzado hacia la plenitud del abismo, como lanzados hacia el abismo van esos personajes que arden en una hoguera encendida por ellos mismos y ya no son capaces de apagar: el fuego prístino de una instalación suspendida, una instalación pendiente, que pende y depende del espectador. Porque si en las piezas de Ulises –el visitante ocasional no debería perder de vista las raíces griegas de este nombre: Odiseo, el astuto, el sagaz, el de varios senderos–, a priori, falta un marco contenedor, un marco que imponga limites a la proliferación de sentidos, ese marco lo ofrecemos nosotros, observadores compelidos a contemplar, desde adentro y desde afuera, rodeados y rodeando, como una elipse paranoica, la matemática universal de la caída, antes o después del unánime pecado, el original.
Pongámonos serios. Franz Hessel dice en Pasear en Berlín (1929): “Sólo vemos lo que nos mira”. Paul Valery, el más borgeano de los pensadores franceses, compartiría, con tantos otros, Didi-Huberman incluido, la afirmación. Pero ¿a cuento de qué la cita? Cito al escritor alemán porque en la obra de Mazzuca, en efecto, algo nos mira, oblicuamente, casi de reojo, y no son las figuras sedientas de amor, desgarradas por pasiones intestinas, sino el infierno en su cabal (y acabada) representación. Justamente, por el hecho de estar frente al infierno deseante y mirón advertimos que no sabíamos nada de él, que nunca, hasta ahora, lo habíamos visto de verdad.
A la fórmula de Hessel le falta un tramo: “Solo podemos hacer aquello frente a lo que nada podemos hacer”. La frase resume, paradójicamente, un movimiento sutil, el de la potencia de la impotencia, el de la pérdida como motor vital para la práctica artística, clave al momento de comprender la operatoria de Ulises, que monta su alfabeto de la desgracia, su gramática del padecer, mediante figuras alargadas, zigzagueantes, orgánicas (guiño a Matisse) con la pretensión de escribir, como un lápiz sin mina, otra historia (lo digo de otra manera, si en la obra de Ulises existe una épica –y existe– sería la siguiente: nunca llorar por el pasado).
En un artículo de 1933 cuyo objeto es la novela (¿Fuegos Artificiales, en su expresa narratividad, no presenta elementos del género?), el bueno de Walter Benjamin escribe algo tan profundo y tan preciso que sirve para capturar, noventa años después, lo inabordable (y así regresamos al principio) de la instalación de Mazzucca: “Es importante no por describirnos un destino ajeno, sino porque irradia hacia nosotros, bajo la llama que lo devora, el calor que nunca adquirimos del destino propio. Lo que subyuga una y otra vez al espectador es su capacidad, en extremo misteriosa, para templar una vida que tirita de frío al calor de la muerte”.